“Cuiden los manglares”, mandaron los ancestros, “es nuestra madre, son nuestros hijos, es nuestro aire y nuestro alimento. No hay más allá vida, no escuchen promesas. Si el manglar acaba acabará la vida…Cuida la vida”, mandaron los ancestros.

Suplicaron los ancestros…

Pero ante sus ojos marchaban por miles los mangles hacia el aserradero. Por cada diez mil aparecía una piscina camaronera: ensangrentada, con fétidas emanaciones de sudores y químicos. Crecían en ellas camarones monstruosos: por gigantes eran deformes.

Nacían por miles en donde los mangles morían.

Los jóvenes estacionaban sus botes, los pescadores colgaban sus redes. Se veían abandonados en la playa los bongos y las canoas. Todos acudían, obnubilados, detrás de los cánticos de sirenas que en las camaroneras ofrecían trabajo, desarrollo rápido, progreso pronto.

Los ecos de las motosierras y los machetes se clavaban como flechas envenenadas en los oídos. El Martín Pescador y las iguanas se alborotaban en éxodo apresurado mientras los niños huían despavoridos delante de los tractores.

Desolada, la esperanza partía…

También se fue el Riviel en su canoa mocha y su media luz, ya no había pescadores para espantar ni aguas oscuras para ocultarse.

La Tunda también se marchó. A ella no le gusta el ruido y con tanta motorsierra…también se marchó. Triste la negra, cojeando con su pata de molinillo, con su bemba triste, con su tapao frío. Se fue con Riviel.

Se fue la Tunda, se fue el Riviel…

Pronto las inmensas camaroneras abrían las compuertas para evacuar en el río sus desechos. Toneladas de nauseabundos tóxicos bajaban por las tuberías: millones de alevines asfixiados antes de abrirse a la vida. Peces madre desesperadas, sin hogar, sin escape. Pocas conchas sobrevivieron y los cangrejos no tenían a donde retroceder.

Pronto acabó el trabajo. Miles de piscinas quedaron listas para la industria. Ahora las únicas manos que allí se necesitaban son las del dueño, para frotárselas de contento y para contar dinero.

De regreso al río los pescadores ya no hallaron pesca, ni las concheras conchas, ni la marimba ritmos, ni los arrullos versos,…

…pero allá, en la hora más oscura de la noche, nos despertaron los ancestros exigiendo amanecer,…

“Recuperen los manglares”, mandaron los ancestros, “es nuestra madre, son nuestros hijos, es nuestro aire y nuestro alimento. No hay más allá vida, no escuchen promesas. Si el manglar acaba acabará la vida…Cuida la vida”, mandaron los ancestros. “Levanten los brazos, griten con fuerza. Liberen los mangles. Liberen su alma”. Mandaron los ancestros.

…y enfurecidos los ancestros lanzaron una maldición…maldición blanca…pálida…lúgubre…

Una mancha blanca tiñó con bruma y dolor a los infames, a los depredadores, a los indolentes, a los insolentes, a la avaricia, a la tortura,…

Cayó sobre los magos malignos y todos sus cómplices que convirtieron en mendrugos nuestro sustento. Que agujerearon nuestro territorio. Que cercaron nuestros caminos. Que pusieron guardias que nos apuntan, que nos vigilan, que nos impiden…

Maldijeron los ancestros…

…y miles de voces despertaron. Sus gritos eran cientos y pronto eran miles.

Por los ríos bajaron hombres y mujeres levantando palas y picos; manos y puños; voces y gritos.

Vinieron pescadores y redes, y atarrayas.

Vinieron concheras con manos negras y manos blancas.

Vinieron campesinos, sembradores, labriegos.

Vinieron voluntarios de la patria latina y de todo el mundo.

Vinieron Riviel y la Tunda, juntos en la canoa mocha.

Vinieron del norte, vinieron del sur.

Vinieron iguanas y vinieron chatotas.

Regresaron los ancianos a fumar cachimba y a sonreírle a la brisa.

Regresaron los chigualos, los arrullos y los versos.

Regresaron los niños a bailar en las playas.

Al mismo tiempo en las piscinas los camarones palidecían de asfixia.

La maldición blanca recorría la costa sacrificando monstruos para liberar pueblos.

Y los pueblos agradecidos derrumbaron muros para devolverle agua a los mares y tierra a los mangles.

Los ancestros hablaron y los pueblos juraron: “Nunca más. Nunca más. Nunca más…”  

 

Carlos Vinueza (Ecuador)